Por Oscar Trujillo Marín.
Fabio Aru ultima sus entrenamientos de pretemporada para iniciar el calendario oficial este año en tierras colombianas. La altura del verde altiplano cundiboyacense será testigo del debut en competencia del fino escalador italiano.
El sardo, perteneciente a la brillante generación de vueltómanos top, clasicómanos y fondistas nacidos en 1990 (Quintana, Pinot, Bardet, Chaves, Sagan Kwiatkowski…) busca “sensaciones” y reencontrar su antiguo nivel después de un par de temporadas muy discretas, o francamente malas para su estatus y caché. En ese período, ha sufrido un inquietante bajón -y algunos contratiempos- que le han relegado del protagonismo que tuvo en Giro de Italia, Tour de Francia y Vuelta a España entre 2013 y 2017.
De forma casual, curiosa -y por los mismos años, pero con matices particulares para cada caso- Aru ha vivido algo parecido a lo que le sucedió a Bardet, Quintana o el mismo Chaves. Para ser más precisos, en 2018 y 2019 menguaron sus prestaciones y resultados tras deslumbrar siendo muy jóvenes en sus primeras tres o cuatro temporadas con responsabilidades en las grandes vueltas. Incluso, algunos ganaron la clasificación general (caso de Nairo y el mismo Aru) o hicieron podio y siempre, -salvo caídas o enfermedad- estuvieron entre los elegidos, de protagonistas peleando el top 5, o al menos en el top 10.
El pedalista italiano atraviesa un ostracismo del que aún no logra salir y que se remonta al quinto lugar -un par de días en amarillo y una etapa- en la ronda francesa del 2017. Último resultado destacable con el que pudo salvar con dignidad un año donde ya había empezado a evidenciar flaquezas en su propio terreno. Luego hay un vacío absoluto en el casillero de su palmarés que espera revertir en este 2020.
En 2018 y 2019 desapareció. Ya no obtuvo al menos triunfos parciales en las tres grandes, ni estuvo siquiera cerca de su mejor nivel. Tampoco en vueltas menores. Pero al margen de eso, que bien podría ser un bache transitorio, lo preocupante es la sensación de impotencia y debilidad constante que ha dejado ver desde entonces en la montaña, que es -o al menos era- su especialidad.
Siempre que se empina la carretera en puertos duros, en los momentos cruciales de las citas de tres semanas en que ha participado, es Aru uno de los primeros que empieza a sufrir y descolgarse del grupo de los favoritos. Ni su estoica garra, ni su frenético pedaleo desgarbado le alcanzan para seguirles la estela.
Aru, desde sus inicios con su balanceo algo esperpéntico y poco ortodoxo (pero efectivo antaño) con su dramático histrionismo devolvió a los aficionados y espectadores esa imagen sufrida y desgarrada del ciclista clásico. Del corredor que triunfaba a punta de esfuerzo extremo y mucho sufrimiento. Transitando por carreteras destapadas y un clima asqueroso: solo, sin gregarios; con los tubulares de repuesto anudados entre pecho y espalda, y luchando contra gente mucho más fuerte que él. Cuando atacaba con su zigzagueo frenético y su rictus de dolor dibujado en el rostro, uno podía imaginar las épicas gestas en blanco y negro de sus míticos paisanos Coppi y Bartali. Eso ha simbolizado Fabio: el heroísmo del débil. La más elocuente muestra de la dureza del ciclismo dibujada en un solo rostro.
Era muy difícil no sentir empatía -y simpatía- por el bravo corredor italiano. En plena época hegemónica de corredores casi que de laboratorio, robotizados, impasibles, inexpresivos y esclavos de su potenciómetro, Aru humanizaba el ciclismo de nuevo corriendo a punta de sensaciones y temeridad. Y lo mejor de todo ¡destacaba y ganaba con cierta regularidad! Lograba hacer hueco ante los más fuertes con sus ataques en los puertos y repechos muy duros.
Entre 2013 y 2016, -al igual que sucedió con Quintana, Chaves y en parte Bardet-, Fabio fue el tipo de escalador explosivo capaz de romper el grupo de los favoritos y llegar solo a meta con un buen colchón de segundos de diferencia.
Tiene la suerte el pedalista transalpino de haber aprovechado su, hasta ahora, mejor momento de forma durante su carrera para alcanzar a echarse siquiera una gran vuelta al bolsillo; un par de podios y ganar bonitas etapas de montaña en las tres grandes. Casi siempre con furibundos ataques en solitario. Eso no lo tiene, ni lo va a tener cualquiera. Su dramática (como no podía ser de otra manera, tratándose de él, y su angustioso estilo) victoria de la Vuelta a España en 2015 arrebatándole la general in extremis a Dumoulin en la penúltima fracción, fue una de esas gestas espectaculares, trepidantes que crean afición.
Sin entrar a valorar o especular qué ha causado este inquietante bajón de nivel en el corredor nacido en Cerdeña, sí es un hecho que Fabio lleva dos temporadas sin encontrarse a si mismo: sin brillar. Muy lejos de su anterior nivel. Dejando una sensación de fragilidad, de falta de fuerzas muy diferente al fulgurante brío y agresividad que demostró en sus primeras cuatro temporadas como profesional en Astana.
De poco le ha servido cambiar de aires e irse a la adinerada formación de los Emiratos, estar rodeado cada vez de mejores gregarios y más compañeros de calidad, en un equipo que, a priori, lo contrató para ser el hombre fuerte en las grandes vueltas y sobre todo para el Tour.
En sus precoces y mejores temporadas siempre parecía que Aru destacaba más a punta de entusiasmo, de pundonor, de coraje que de condiciones naturales para este duro deporte. Que estaba pedaleando muy por encima de sus posibilidades. Pero ese dolor y sufrimiento que evidenciaba en su cara ¡se reflejaba en triunfos y buenos resultados! Y no es un tema de edad, es joven aún. Puede quizás recuperar el golpe (aparatoso pero eficaz) de pedal que lo llevó a estar hasta hace muy poco entre los mejores vueltómanos del pelotón.
Y si eso no sucediera de nuevo, ya el sardo nos ha dado bastante. Nos ha recordado el ciclismo de otros tiempos. El de la posguerra. El de la época del hambre y una población sufrida, ávida de héroes. Nos ha vuelto a mostrar que detrás de la máscara del ídolo siempre habrá un limitado y vulnerable ser humano.
Oscar Trujillo Marín
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